Les ha costado abrirse camino. ¡E incluso tenían prohibido ejercer la profesión! Pero las mujeres del vino están comenzando una revolución a nivel global, y estos nombres canarios son una prueba de ello
Las siete islas mayores del archipiélago canario cultivan vid y cosechan uvas –en muchos casos de variedades hoy desconocidas en el resto del mundo–, desde la llegada de los primeros conquistadores y colonos europeos allá por el siglo XV. La famosa, por citada como más antigua, “viña de Aníbal” se plantó en Fuerteventura después del año 1402, cuando llegó a la isla el hijo bastardo del conquistador Gadifer de La Salle, y antes de 1412 cuando este se fue.
Tenerife (1497) y El Hierro (1526) también son islas que se citan entre las primeras en plantar vid en fechas no muy distantes de aquellas. Los siguientes siglos y hasta bien avanzado el XX el sector vitivinícola canario, avatares históricos, económicos y comerciales aparte, fue siempre un mundo de hombres, al menos de la puerta de la bodega para dentro, porque la mujer sí formaba parte de la mano de obra que participaba en la vendimia. Incluso si heredaban una, como el resto de sus propiedades, estuvo sometida por ley al control del hombre (padre, esposo, etc.) hasta hace muy pocas décadas.
Y para muestra, un botón. La centenaria bodega La Isleta (Tenerife) lleva en manos de la misma familia desde el 18 de febrero de 1868, cuando Tomás González Julián adquirió la finca «en Tegueste el nuevo, donde nombran la Isleta», según reza la escritura original de compra. Se la compró a una tal Lucía Hidalgo Álvarez, propietaria por herencia paterna, que la vende con permiso de su marido, pero, por si acaso, el documento incluye un párrafo en el que la señora «jura conforme a Derecho» que vende la propiedad libremente, que «no ha sido seducida, intimidada, ni violentada, directa ni indirectamente por su marido».
La mujer no entraba a la bodega, -decían los bodegueros (y muchos se lo creían a pies juntillas)-, porque si estaba con la menstruación durante la visita, el vino se estropeaba. Semejante creencia ha pervivido hasta fechas muy recientes entre los más viejos. Ricardo Sosa, Ricardito, un famoso bodeguero de la comarca vitivinícola del Monte Lentiscal (Gran Canaria), más que por su vino a granel –que tenía su parroquia–, por su longevidad y experiencia –falleció con 106 años de edad–, tenía un cartel a la entrada del salón donde guardaba sus bocoyes que rezaba: «Prohibido fumar y mujeres». Durante una entrevista en 1997, cuando contaba 103 años y una excelente salud, lo explicaba diciendo: «Es que dejé de fumar hace diez años». O sea, con 93 primaveras a cuestas. ¿Y las mujeres? «Por beneficio, para que no echen a perder el líquido».
«Eso de que se podía picar el vino era un cuento que empleaban los hombres para que las mujeres no fueran a buscarlos a la bodega. Yo nunca lo he creído», ríe Marcelo Robayna, veterano bodeguero de la misma comarca y todavía en activo.
Lo cierto, a veces más por necesidad que por convicción, es que ya hay numerosas mujeres bodegueras y de éxito en el panorama de los vinos de las Islas Canarias. Lo recuerda sonriendo Eufrosina Pérez, cuya bodega (El Níspero, a 1.250 metros de altitud en La Palma) saltó a la fama en 1999 con el primer blanco monovarietal de uva albillo criollo que se embotelló y se etiquetó como tal en el archipiélago. Con solo dos hijas, a su padre no le quedó otra que permitir que entraran a la bodega para ayudarle. «Tuvo que valorizar lo que eran sus hijas», -ríe Eufrosina-, coincidiendo en la opinión de que es una tradición «que tenían los hombres para hacer sus fiestas sin que las mujeres los interrumpieran».
Otro vino de altura –no solo porque la bodega y los viñedos que la rodean están a 1.295 metros de altitud, sino por el nivel de excelencia alcanzado en sus elaboraciones después de unos inicios modestos– es Agala, de Bodegas Bentayga, en Gran Canaria. Aquí también se produjo un relevo generacional, pero ocurrió a la inversa: «Fue mi padre el que me convenció a mí», no puede evitar reír Sandra Armas. «Todo comenzó en 2008, era la época de poda, podía dedicarle tiempo y se despertó mi interés… ¡Ocasión que aprovechó rápidamente mi padre para pedírmelo!».
También en Gran Canaria tenemos a Tamara Cruz al frente de otra bodega de reconocidos vinos, Mondalón. «Empecé con doce años y para mí era como un juego en el que participaba la familia. Una especie de hobby que fue cogiendo forma con el tiempo», confiesa. De hecho, estudió Dirección Hotelera y Turismo «pero siempre con la mente en la bodega, combinando la bodega con mis trabajos en turismo y estudios en enología, catas, etc. y, por supuesto, reservando las vacaciones para el mes de vendimia, con muchas ganas de seguir, crecer, mejorar y perdurar».
En el firmamento de los vinos canarios más reconocidos tiene que estar un malvasía y, de hecho, es así cuando en un restaurante como el Celler Can Roca han elegido uno para tenerlo en carta: «Matías y Torres. Esta joya de malvasía en cuya elaboración se busca respetar su estilo muy tradicional: todavía pisan la uva en lagar antiguo (¡y la bodega posee dos!), después de una maceración de dos días y con un rendimiento por debajo del 50% de los kilos prensados. Poco más que explicar. Es un perfume hecho con uvas, dulce, sabroso, largo», describe el sumiller Mario Reyes en 100 vinos imprescindibles de Canarias (Pellagofio Ediciones).
Procede de la pequeña bodega Matías y Torres (en La Palma), donde tenemos a otra mujer, Victoria Torres, que tomó el relevo de su padre, bisabuelo y tatarabuelo. «Un día le dije a mi padre: qué, ¿hacemos vino?». Sin el padre ya a su lado, ella es la que elabora, pero también toma decisiones que afectan a los viticultores de cuyas parcelas trae la uva. «Decirle a un viticultor cuándo vendimiar sigue siendo difícil, la cuestión de género tiene un peso», dice.
Por suerte todas estas mujeres lo están cambiando definitivamente.